Ploc, ploc, ploc... Juan oía sin escuchar. Plocti, plocoti plocti, las gotas seguían cayendo. Era un cálido día de verano; en el sótano de su casa, el aire era húmedo y pegajoso, como si pudiera quedarse adherido a la piel todo el año. Juan no le prestaba atención. Ploc, ploco, ploc seguía la gota, pero Juan solo pensaba en ese tubo de cobre.
No era un simple tubo: era una especie de sacacorchos de cobre conectado a... bueno, no exactamente sabía a qué. Por aquí y por allá se veían piezas de metal reluciente, algunas oxidadas, unas grandes y pesadas, otras ordenadas como los soldados de plomo de un niño. Otras, ni con la mejor voluntad del mundo, podían describirse de manera bonita, pues eran sobrantes de viejas batallas.
Shuuuh... gritó una válvula impertinente, recordándole a Juan que el vapor estaba a punto. Scrich, scrich, y Juan giró algo que parecía una válvula. Fuuuuu -uup, fu uu-uup, fup, fup, fup... una rueda giró y giró. Volvió su atención al tubo y oyó... que ya no oía la gota. Mmmmmh, dijo Juan, mientras veía que la tubería de cobre se volvía blanca. Finalmente, scrich, scrich, cerró la válvula, que protestaba enérgicamente por falta de aceite. Puuuuff fuaaaa, y de otra parte de ese armatoste, salió una nube de vapor. Juan revisó que no quedara carbón ardiendo, y una sonrisa traviesa apareció en su cara.
Marta estaba en la cocina preparando algo de comer cuando vio salir a Juan del sótano. ¿Qué se traerá entre manos? Esa sonrisa no presagiaba nada bueno. Era la misma cara que tenía cuando apareció con su última máquina. Aún recordaba su vestido destrozado en la boca de aquella cosa: Juan pretendía que saldría limpio y que no necesitaría depender de una lavandera. Finalmente, la máquina regresó al sótano, donde estaba segura, olvidada como tantas otras.
Entretanto, Juan entró a la cocina y le dio un beso distraído a su esposa.
—Pronto estará lista —dijo Marta—. Recuerda que tendremos invitados a cenar. El pastor Willey vendrá con su esposa y quiere hablar contigo.
Juan la miró como un niño al que le dijeron que no iría al circo. La visita del pastor significaba que no podría volver al sótano hasta el día siguiente. Suspiró y acarició la mejilla de su esposa. Sabía que ella no entendería sus protestas. Así que se dirigió a su cuarto a cambiarse y ponerse esos trapos que "usa un caballero honorable". Marta lo vio alejarse y se preocupó: ¿Qué se traerá entre manos?
Tic, tac, tic, tac, cloc... Juan escuchó el saludo del viejo reloj y le contestó con una sonrisa. Hacia tiempo que le había quitado las manecillas al reloj porque le parecían demasiado impertinentes, pero sus sonidos llenaba el ambiente como queriendo conversar, así que Juan respondió:
—Sí, ya sé que tengo que cambiarme. Tic, tac. —Y también lavarme. Gong, gong. —Exactamente, eso opino de ese pomposo pastor.
Sush, flosh, sush, flosh. Las aspas del ventilador giraban en el techo como un molino de viento. La brisa fresca le recordó que en esa batalla él había ganado. Sin embargo, su mujer aún no decidía si debía presumir ese lujo o considerarlo otra de sus excentricidades.
Por un momento su cara se puso seria. Recordó la incredulidad de otros cuando propuso usar aire comprimido para frenar un tren. Y luego recordó la expresión de asombro del joven que salvó, cuando el tren se detuvo a unos metros de él. El saber que había salvado vidas era su mayor recompensa.
A veces se sentía solo entre la gente, pues pocos lo escuchaban realmente. Flosh, flosh, flosh... —Sí, ya sé que no debo soñar despierto, pero ¿qué quieres?— musitó, hablando con sus máquinas invisibles.
Después de una cena sin complicaciones, aligerada por un excelente oporto, comenzaron a discutir sobre las novedades del continente: unos carruajes de vapor en Inglaterra. ¿Por qué entonces el ambiente se tensó?
El pastor, manoteando en el aire, exclamaba:
—¡Esas máquinas infernales! Dicen que han puesto niños encima de ellas. Pronto no quedará una vaca que dé leche ni una gallina que ponga huevos.
Juan, soñando con construir uno de esos carruajes, decidió desviar la conversación:
—Hoy hace mucho calor. No les gustaría tener un trozo de hielo en la mesa para refrescarnos, igual que tenemos fuego en invierno para calentarnos.
La retirada fue demasiado brusca. El pastor se imaginaba ya adoradores del mal invocando nieve en el desierto.
—Quiero decir —añadió Juan—, que en Nueva York llegaban barcos cargados de hielo del Ártico. En la estación del ferrocarril, a veces secuestrábamos un bloque y preparábamos una deliciosa limonada helada...
El pastor se humedeció los labios. Juan sonrió internamente: había encontrado una brecha, pero debía ser paciente.
—Lo siento, pastor, el calor me hace decir tonterías —cerró Juan, con una reverencia—. Espero que otra noche nos proporcione el placer de su visita.
Esa noche, Marta despertó y vio a su inquieto marido dormir plácidamente como un bebé. Shosh, flosh, shosh, flosh. Por un momento, juraría que alguien en la habitación se burlaba de ella.
Al día siguiente, el sótano estaba en silencio, salvo por el viejo reloj. Juan no necesitaba palabras: sus máquinas lo comprendían. En los rincones, sus pequeños cachivaches, hijos de su imaginación, lo miraban.
Recordó su trabajo en la granja, la indignidad de ver hombres tratados peor que máquinas. Su deseo siempre había sido crear algo que aliviara la carga humana.
Sus hijos verdaderos habían partido, pero estas máquinas permanecerían. Ahora debía preparar otro parto: crear algo que hiciera frío... usando calor.
El problema era el corazón de la máquina. Los motores viejos no servían. Soñó con uno pequeño, robusto... algún día sus descendientes usarían electricidad, pero por ahora debía ser más sencillo.
Tiqui tac, tuiqui tac... El reloj le recordó que debía descansar. Salió al jardín. El aire fresco, el atardecer, los grillos: todo lo llenaba de una paz profunda. Sonrió ante su propia ingenuidad: si los hombres pudieran captar esos momentos simples, no necesitarían riquezas ni luchas.
Así, una vez más en su vida, Juan concibió, dibujó, borró, se quejó de su incompetencia, rasgó bocetos, y volvió a empezar. Soñaba despierto mientras pasaba sus ideas al papel, que más adelante serían metal.
Juan, el viejo ingeniero, vivió una vez más.
En el pequeño pueblo no había artesanos capaces de darle forma a sus dibujos, así que mandó sus planos a antiguos amigos de la ciudad. Mientras esperaba, pensaba en lo irónico que era: alejarse de los hombres de poder para vivir entre gente sencilla, no necesariamente mejor, pero menos peligrosa.
Unos meses después, mientras soñaba despierto, un shuuuuuuuuuuh impertinente lo devolvió a la realidad. El vapor estaba en su punto.
Crish, crisch, crich. Abrió las testarudas válvulas. Fuuuu -uup, fup, fup, fup... los cilindros respondieron. Un tubo empezó a succionar aire como un anciano asmático. El tubo de cobre ahora rodeaba una caja de lámina, en la cual vertió agua de un balde. Pronto la superficie comenzó a endurecerse. Unos resplandores blanquecinos indicaban que había logrado su objetivo: un fresco, frío, resbaloso, reluciente... bloque de hielo.
—¡Marta, te tengo una sorpresa!
Y la historia siguió su curso...
Una Sorpresa (cuento corto)
Una Sorpresa
Por Javier Delgado
México, julio 1996
